Mientras converso con el pastor de la Asperilla ambos nos miramos atentamente. Él sopesa mis preguntas y quizás me tome por un loco de ciudad, de esos que necesitan escaparse de vez en cuando. Posiblemente esté en lo cierto. Además sabe que yo hoy vuelvo al mundo de los altos edificios y los cielos sin estrellas, al ámbito de las redes inalámbricas y las tarjetas…

No hay mayor fortuna que los días vividos sin tensión, miedo o dolor, los días en los que se ha podido disfrutar de la condición de vivo, sin ser rebajados a la de competidor, asustado, doliente o hambriento.

Joaquín Araujo

Circunstancias nada importantes de la vida me han llevado hoy hasta la montaña. Dejé mi coche en la última lengua de asfalto y hace ya horas que sólo me acompaña la hierba, el rumor de la corriente que supera el collado y la irreverente protesta de las cornejas cuando las espanto.

Hoy vivo, pues, una realidad diferente y estanca a las escenas habituales de formularios, vecinos y empujones. Por ejemplo, puedo permitirme el lujo de emplear media hora de mi tiempo — según las unidades convencionales del tiempo de ciudad — para decidirme en una bifurcación de dos carriles. Miro mapas, oteo señales, busco referencias y marco localizaciones. Así que mientras en este mundo me paso un buen rato, en el otro, justo en el cruce del semáforo de Ronda Norte con la Plaza Circular, el disco color rojo se habrá encendido 60 veces — dos por minuto — atrapando a 1200 conductores.

Resulta pues, curioso, la gran carga de exasperación que pueden caber en mis 30 minutos — medidos en las unidades de tiempo de ciudad, por supuesto — que aquí en la montaña apenas transcurrieron. Todo un universo se estresa mientras puedo permitirme el lujo de pensar sin ser atropellado por el coche que espera detrás.

El caso es que no sé por qué estoy pensando estas cosas. Me encuentro con un buen prado y unos tornajos donde paro para comerme el bocadillo sobre la hierba. Cuesta trabajo masticar este jamón tan duro pero no hay problema: me entretengo adivinando nombres de collados y cortijos a la vez que marco rumbos imaginarios en el mapa que investigo con los ojos. Si tuviera prisas para entrar a una reunión este bocadillo habría acabado conmigo: un trozo de tendón se me habría atravesado en la garganta hasta dejarme sin aire.

Pero no es éste el día para dejar de respirar; al contrario, precisamente hoy puedo recrearme en masticar sin agobios, en saborear el bote de cerveza, en reclinarme sobre mi mochila relajando los riñones, todo eso mientras en la autovía de ronda oeste soportan otro atasco y las cajeras del supermercado se han quedado sin cambio precisamente cuando la cola era más larga.

Lo más seguro es que mientras recojo mis cosas y apaño las sobras en un pocete para que hagan buena cuenta de ella los zorros y los pájaros se hayan cerrado muchos negocios importantes en las mesas mejor posicionadas de los restaurantes del centro. Sí, seguramente sea así. Y de esta forma, mientras que la gente que organiza las cosas del mundo pasan a los cafés y los puros yo debo continuar mi camino entre el barro y las piedras.

Antes de continuar miro fijamente las flores nuevas del prado y me vienen a la cabeza todas las imágenes de esta Sierra con sus sendas de piedra, las eras imposibles expuestas a los vientos, la vaca despistada que se duerme en los puertos y el cortijo deshabitado a punto de caerse. Todas estas cosas son las que me hacen pensar en cómo de diferente es aquí el tiempo en relación al tiempo de los relojes caros, los horarios densos repletos de eventos decisivos, los informes cargados de papeles y los estándares que fijan las normas ISO para alcanzar las garantías de calidad.

No quiero que penséis que soy un ingenuo mientras escribo estas líneas; que esto es la típica defensa del campo frente a la ciudad. ¡Qué va! Tengo claro que cuesta un trabajo casi infinito abrir surcos en estos eriales de piedra cuyos pobladores jamás conocieron el trigo porque únicamente podían sembrar centeno. Eso no podía ser del todo bueno. Como tampoco era sencillo vivir en este lado de acá, con el horizonte cerrado por la nieve, ocultos en las venas de la montaña y a la vez expuestos a la miseria y el invierno. No podía ser bueno tener que parir en estas soledades y sufrir enfermedades alejados de cualquier médico. Otro mundo. Otro tiempo. Otra velocidad.

Y aún así, no puedo evitar la comparación, calibrar la diferencia, observar cómo en este mundo de la montaña sus moradores eran maestros en economía solar, en el reciclaje, en la eficiencia, en el aprovechamiento, cualidades imprescindibles que hemos olvidado en el mundo del asfalto en el que reina el dispendio, la gruesa contabilidad y la noción controvertida de progreso, idea que se sostiene incluso aunque vivamos en crecimiento negativo.

Mientras converso con el pastor de la Asperilla ambos nos miramos atentamente. Él sopesa mis preguntas y quizás me tome por un loco de ciudad, de esos que necesitan escaparse de vez en cuando. Posiblemente esté en lo cierto. Además sabe que yo hoy vuelvo al mundo de los altos edificios y los cielos sin estrellas, al ámbito de las redes inalámbricas y las tarjetas de crédito mientras que a él le espera el canto del autillo y el jergón junto a la lumbre. Quizás se levante de madrugada porque por fin regresa la vaca que se le subió a la divisoria.

Este pastor que me mira de reojo ignora que aprecio su tiempo lento de lisa cronología y conoce que ambos mundos generan tristezas y disfunciones. Nada tiene que envidiarme pues. De nada tengo yo que compadecerle pues.

La luz está cerrándose tras la Cabrilla y camino del embalse de San Clemente me cruzo con tres abuelas. Está refrescando, los ventisqueros se ponen más blancos al contraluz del atardecer y las corrientes descienden por las vaguadas trayendo consigo el aliento de las nieves. Les digo buenas tardes y ellas me contestan amables. Y me siguen el paso mientras negocio las últimas cuestas.

Si ellas no miran su tiempo quizás yo deba empezar a aprender a no estar tan atento al mío. Quizás sólo deba apreciar que la noche cae y que debo buscarme pronto el cobijo del frío. Que así sea.


José Antonio Pastor González


Hago montañas desde que tengo uso de razón. Primero al lado de casa en mi Atalaya y en el Almorchón de Cieza. Después por las sierras de Segura y Cazorla que son mi segundo hogar. Finalmente, y por supuesto, también en Sierra Nevada y el resto de las cordilleras Béticas.

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