Estuvo bien ese día. Íbamos un grupo numeroso, algo que siempre implica mayores posibilidades de cazar algún bocadillo sobrante o despistado. Además, por ir tantos, el avance era mucho más lento que el habitual.

Yo creo que por ese motivo no volví a preocuparme en todo el día ya que te veía caminar tranquilo colándote entre los rosales silvestres, las polainas de las chicas — tú sí que sabes — y las ramas viejas de los pinos.

Te lo noté el último día que estuve en la Guillimona.

Era un día radiante de invierno, de sol plano y apenas viento. Hicimos el viaje juntos en el maletero del todo terreno y te advertí legañoso y cansado. Una vez que llegamos al Puerto del Pinar, con el primer contacto de la nieve, te pude ver sin embargo feliz y ansioso por orinar en todos los matojos y deslizarte pendiente abajo.

Estuvo bien ese día. Íbamos un grupo numeroso, algo que siempre implica mayores posibilidades de cazar algún bocadillo sobrante o despistado. Además, por ir tantos, el avance era mucho más lento que el habitual. Yo creo que por ese motivo no volví a preocuparme en todo el día ya que te veía caminar tranquilo colándote entre los rosales silvestres, las polainas de las chicas — tú sí que sabes — y las ramas viejas de los pinos.





En la cumbre no buscaste bocado alguno y todo lo cazaba yo con mis ansias. Se levantó un viento fresco del sur que nos mantuvo en tensión por el aroma a cabra que venía del cortijo de los Mirabetes y así, sin apenas llegar a relajarnos, deshicimos el camino hacia los coches aprovechando la trinchera que antes habíamos excavado en la nieve.

Nos despedimos con el sol lamiendo las laderas del Calar Blanco y mirando con curiosidad como los coches se quedaban atascados en la nieve. Vimos afanarse a la gente con la tranquilidad de quienes no necesitan apenas nada para sobrevivir. Empañamos los cristales del vaho de nuestra respiración y así se fue nublando la visión que teníamos el uno del otro, tú en el todo terreno y yo en el turismo.

Ya no volveríamos a vernos.

Comprendí que algo grave estaba pasando cuando mi dueño habló por teléfono. La voz apagada, el cuerpo lánguido, la mirada nublada… No necesité preguntarle nada porque podía oler la mala hora en la que te apoyaste sobre esa pared para no volver a incorporarte. Entendí entonces la última noche que pasamos juntos en el campo cuando, en vez de ladrarle a los gatos de la casa de enfrente como solías, estuviste todo el tiempo ocupado en procurarte un hueco cálido y oculto para dejar pasar las últimas horas. Ahora todo empezaba a cuadrar.





Han pasado ya unos días desde que te enterraron en los bancales por los que buscabas amoríos y protagonizabas hazañas nocturnas. Conforme el tiempo avanza cada vez tengo más claro que ya correteas por el cielo de los perros, un lugar indefinido en el que abundan los sacos de codillos, el cemento soleado en el que tumbarse para dejarse llevar por el sueño y empinados taludes con fresca hierba por los que retozar.



Desde hoy, siempre que disfrute de la nieve recordaré el último día que compartimos en la montaña. Podré adivinarte en el juego que hacen las luces cuando se reflejan en los cristales de hielo, en los ruidos del jabalí cuando quiebra por entre la coscoja buscando la mejor trocha y en los aromas que las cabras esparcen cuando se restriegan por los troncos y las rocas. Este será mi homenaje especial, mi manera de seguir haciendo que sigas vivo aquí, al menos, hasta que nos volvamos a ver en esos campos del cielo, justamente ahí, donde ahora mismo veo esos cúmulos olvidados que se desperezan lentos y perezosos inflamados por el terral.

Hasta entonces pues, hermano.



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