sierra del Pozo y sierra de Cazorla
27 de octubre de 2002
10 horas
1800 m
estable
pistas viejas de macadán
no disponible
Antes del amanecer presagio que el día va a ser excepcionalmente bueno: el titilar de las estrellas en el cielo de Poniente puede significar que va a ser una jornada calurosa y tranquila. No obstante, a estas alturas del año y por esta zona ya debería haber caído la primera nevada aunque más tarde observaré que las cumbres todavía están desnudas.
Van pasando los kilómetros con el coche. Almaciles, la Puebla, Huéscar y la luz del sol que comienza a tocar las cimas de las montañas; empieza por la Sagra, el Tornajuelos y el Buitre; unos minutos más tarde ya se refleja en las buitreras anaranjadas del Marmolance y en las pinadas que descienden hasta Castril.
Por fin, tras un viaje de casi dos horas de coche llego a mi destino: el embalse de la Bolera. Son las ocho y media cuando termino de montar la bicicleta y busco una fuente para llenar los termos. Reviso la mochila: comida, agua, móvil, cámara, mapas y repuestos. Todo perfecto; no hay tiempo que perder así que vámonos.
La pista por la que avanzo está bastante buena; a mi izquierda comienza a levantarse la enorme Sierra del Pozo, poderoso anticlinal de más de 20 kilómetros del longitud que se extiende de sur a norte y que hoy pretendo contemplar desde todos sus costados. Aunque el camino es amplio, llano y con buen firme voy bastante despacio. El motivo es que ando muy frío y la humedad de la mañana se me cuela por el forro y las medias. Aún así, creo que de ropa voy sobrado porque luego seguro que el calor apretará.

Muy pronto, y tras una curva de herradura, la pista termina en el cortijo del Molinillo. Le pregunto a un pastor cuál es la senda buena de las muchas que por allí empiezan y el hombre me indica con el dedo. Atravieso el Guadalentín por la Cerrá de la Herradura y comienza un tramo de camino en el que me arrepiento de haber optado por los pedales automáticos.
En varias ocasiones debo echar pie a tierra y bici al hombro para sortear grandes piedras que interrumpen la senda. Menos mal que estamos al principio y que me sobran fuerzas y ganas…
El paraje en el que me estoy adentrando — el curso alto del Guadalentín — es realmente magnífico. Aunque ya son más de las diez de la mañana, sigo bajo la sombra de los cantiles que culminan en el Tranco del Lobo y que continúan hacia los Poyos de la Carilarga: último reducto del quebrantahuesos en estas sierras. A Poniente se vislumbra toda la cuerda de la Sierra del Pozo y se adivinan los múltiples arroyuelos que se desprenden de las alturas para morir en el Guadalentín: ya muy atrás queda el Guazalamanco, enfrente de mí el arroyo Frío y dentro de poco las Acebadillas. También se puede apreciar al Norte la brutal hendidura que delimita la Sierra del Pozo y que horada pacientemente el arroyo
de los Tornillos de Gualay.
Voy dejando atrás varios cortijos y sus correspondientes tierras de labor abandonadas. Me sorprende la gran cantidad de encinas — algunas centenarias — que colonizan con atrevimiento incluso las paredes verticales y los poyos que se desprenden sobre el río. Cuando paro a almorzar me sobrepasa el pastor que ha subido con una Bultaco y me pregunta qué camino voy a tomar. Se lo cuento y me parece ver en su cara una expresión de incredulidad. Cuando le digo la distancia que he estimado — 80 kilómetros — él niega muy seguro con la cabeza y me habla de más de 100. Además, me comenta que no conoce uno de los carriles que pienso tomar para ahorrar distancia y que sí aparece en mi mapa. En fin, ya veremos.
De nuevo, me encuentro con que la senda se abre y se convierte en un carril. Debo llevar cuidado porque lo han transitado varios 4×4 que han abierto enormes surcos en el terreno tras las últimas lluvias. Si miro hacia atrás, puedo ver las cumbres de Sierra Nevada que se destacan sobre la hoya de Guadix. Desciendo hasta el nivel del río y llego a Vado-Carretas donde, para mi sorpresa, me tengo que descalzar y cruzar el Guadalentín con la bici al hombro y el agua por las rodillas.

Son casi las once y el calor ya aprieta; me quito el forro y me pongo las gafas de sol. Tengo enfrente de mí una subida más o menos tendida bajo un espeso encinar que me ofrece su sombra. Remonto la ladera de la loma del Caballo y enlazo con la pista principal de las Navas. De nuevo, estoy en una autopista de tierra, con excepcional firme y mucho tráfico. Es Domingo, hace bueno y estamos en Otoño; la gente sube con los 4×4 en dirección a los Campos de Hernán Perea y a la laguna de Valdeazores para intentar ver alguno de los grandes herbívoros del parque. Ya quedó atrás la berrea del ciervo pero ahora es el tiempo de la bronca de los gamos; también es posible escuchar a los muflones y a las cabras.
La pista asciende levemente hacia el Collado Verde, donde ganaré vistas al valle del Guadalquivir y dejaré el Guadalentín. Me encanta contemplar las vaguadas donde los cultivos domésticos — o lo que queda de ellos — contrastan con los reflejos de la roca caliza y los pinos blancos; los chopos y álamos que sostienen los márgenes de la pista forestal añaden un nuevo y cálido matiz al paisaje en esta luminosa mañana. Otro tanto hacen los quejigos, que emiten pálidos destellos perdidos entre la inmensidad del pinar.
Tras sobrepasar el collado comienzo un descenso vertiginoso hacia Vadillo-Castril, antiguo aserradero que fue propiedad de RENFE y que constituyó una vuelta de tuerca más en la sobreexplotación maderera de la sierra. Tras una parada que hago para contemplar los Poyos de la Mesa, abandono la pista principal y me introduzco por un carril semiabandonado que — en teoría — me servirá de atajo y que además me ofrecerá una visión inmejorable del Pino del Abuelo, escultura natural de madera petrificada por un rayo. Craso error, el mapa me confunde y lo que se suponía que era un atajo se convierte en un carril de saca o jorro que me hace perder fuerzas y tiempo. El pastor no se equivocaba.
Finalmente, recupero la pista principal y desciendo a Vadillo-Castril, donde hago un descanso para alimentarme y mentalizarme de la subida que me resta hasta Puerto Llano. Esto va a ser un infierno pienso cuando me subo a la bici a las dos del mediodía, bajo un sol inclemente y con la perspectiva de subir un puerto de casi 1000 metros de desnivel y más de 15 kilómetros de longitud: mi Tourmalet particular.
En el Puente de las Herrerías el asfalto deja paso a un firme de macadán que me obliga a pensar y repensar el camino óptimo, ora izquierda, ora derecha, siempre atento a un tráfico intenso de coches que descienden del nacimiento del Guadalquivir. Pese al calor, al dolor en los hombros de la mochila y al cansancio que las piernas ya notan, estoy disfrutando como un chaval. El río se encañona y embravece conforme asciendo: fuentes, cerradas y caducifolios acompañan mi pedalear pausado de 12 kilómetros por hora, estilo molinillo. La gente de los coches que sube me da ánimos y sacan los brazos por las ventanillas para saludarme; lo siento pero no puedo soltar el manillar pienso. Por el contrario, los que descienden lo hacen con cara de cansancio y hastío: el paraje prometido del nacimiento no parece haber colmado sus expectativas, sobre todo tras una subida mala de 10 kilómetros destrozando la suspensión.
Por fin, llego yo también al nacimiento que es una fuente más como las que jalonan toda la subida (¡como si eso fuera poco!). Hay muchos coches que no caben en los márgenes y que tienen problemas para dar la vuelta. Yo sigo a lo mío, porque todavía me quedan muchos kilómetros de puerto. Unos 500 metros más arriba descubro el paraje de la Cañada de las Fuentes, lugar hermosísimo donde me tomo el chocolate que guardaba para situaciones de emergencia (esta ya empieza a serlo). Hablo un rato con las familias que hay tomando el sol de la tarde y casi todos son de Cazorla. Resulta que ellos tienen un acceso directo por Puerto Lorente a este paraíso de chopos, prados y fuentes.
Ahora sé que me encuentro en el momento de la verdad: me estoy introduciendo en una zona de altura, fuera de los circuitos turísticos — sólo me encontraré el 4×4 de un cazador — y cuando la tarde ya empieza a declinar. Subo muy atento a mis sensaciones y con la inquietud de pasar cuanto antes Puerto Llano para lanzarme en descenso hacia Pozo Alcón. Vuelvo a abrigarme cuando veo a lo lejos el collado que supondrá la comodidad de la bajada donde confío en recuperar algo de fuerza pues voy bastante torrado. A mi izquierda casi puedo tocar el refugio del Cabañas (2026 metros) mientras me dejo llevar por la inercia de un pedalear cada vez más inseguro e irregular.
De repente, ya no necesito esforzarme más; la pendiente se invierte por fin y puedo cambiar a un desarrollo superior. El sol está muy bajo y pronto sus rayos tropezarán con las cumbres de Sierra Mágina. La panorámica desde aquí arriba es de ensueño: extensos olivares que se desparraman hacia todas las direcciones, la sierra y sus lenguas calizas que se introducen en el llano; Sierra Nevada allá en la lejanía y, por último, la incisión en estas tierras blandas del Guadiana Menor que discurre muy, muy al fondo.
Desafortunadamente, lo que se presentaba como un relajado descenso se convierte en una prueba de fuego para mis brazos y muñecas. Me tengo que pillar una suspensión voy pensando mientras noto como me crujen todos los huesos de las muñecas cuando las ruedas rebotan en los cantos afilados de las piedras sueltas. Tengo por delante más de 20 kilómetros en vertiginoso descenso, clavando los frenos y procurando no romper muchos radios para no quedarme tirado en medio de la noche.
Pasadas las seis de la tarde, entro en la carretera que une Pozo Alcón con Quesada. El sol ya se ha ocultado tras un velo opaco de humedad; me quedan más de una decena de kilómetros por buena carretera en compañía de coches. Atravieso Pozo Alcón y la gente me mira extrañada; debo llevar un careto de pájara impresionante. La última recta de varios kilómetros que enfila hacia la Bolera se me hace eterna; tengo que sacar la linterna y colgarla de la mochila para avisar de mi presencia. Cuando llego al coche no me lo creo: son las siete de la tarde, me han salido casi 100 kilómetros y 9 horas sobre la bici. El pastor, como siempre, tenía razón.

José Antonio Pastor González
Hago montañas desde que tengo uso de razón. Primero al lado de casa en mi Atalaya y en el Almorchón de Cieza. Después por las sierras de Segura y Cazorla que son mi segundo hogar. Finalmente, y por supuesto, también en Sierra Nevada y el resto de las cordilleras Béticas.
Todas ellas son el terreno de juego protagonista de esta web gracias a la cual disfruto por partida doble: primero subiendo las cumbres y luego relatando mi experiencia. Sed bienvenidos y gracias por vuestra visita.